jueves, 29 de diciembre de 2011

Una de fantasmas...


Una bienvenida

−Jorge, lo vi. Te digo que lo vi −Carlos hablaba apresuradamente, sus manos aferraban la mesa del viejo bar de Sarmiento y Gral. Rodríguez, donde, sábado por medio, se reunían para ver los partidos en los que El Provenir jugaba de visitante.
Jorge miraba la vieja foto que su amigo había estado buscando por horas. En ella, sonreían ambos amigos junto a un tercero, por demás corpulento, frente a un antiquísimo Chevrolet modelo 1942.
−Habrás visto una sombra..., o quizás te quedaste dormido y confundiste el sueño con la realidad, yo que sé... −Jorge lo miraba aprensivo, no podía entender que un hombre adulto fuera capaz de venir con un planteo semejante.
−Jorge, yo sé lo que vi. En el campo solía escuchar esas historias. −Carlos se incorporó en su asiento y elevó la mirada como quien busca evocar un momento de la infancia−. Recuerdo una noche en que vi llegar a mi papá con el rostro pálido como la luna. Yo tendría unos seis o siete años y te aseguro que nunca me pude olvidar de su mirada. −Sus ojos se humedecieron de repente−. Él no me dijo nada, pero yo pude escuchar lo que esa noche, ya encerrados en su habitación, le contó a mi mamá −Después de una breve pausa, en la que ordenó mentalmente el relato, continuó−: Estaba regresando del tambo de los Bermúdez y el caballo se empacó, era un animal noble, así que mi papá se bajó de la montura sospechando que alguna rienda lo estaría incomodando, pero no encontró ninguna fuera de su lugar ni ajustada en demasía, también revisó las herraduras y tampoco halló nada extraño en ellas. Los animales perciben cosas invisibles para nosotros, en especial cuando se trata de peligros, así que mi padre avanzó a pie por el camino unos cinco metros, con la mirada en el piso buscando alguna culebra o cualquier indicio de algo que pudiera estar asustando al animal. No encontró nada. Lentamente, y aún con la mirada en el piso, giró regresando sobre sus pasos, cuando se encontraba a unos cuatro pasos del animal, levantó la mirada y vio a un hombre sentado sobre la montura. −El terror que le provocaba rememorar esa historia se reflejaba en el rostro curtido de Carlos−. El susto lo ayudó a correr las dos leguas que separaban el cruce de caminos con el rancho donde vivíamos. Recuerdo que mi padre repetía una y otra vez lo mismo: «Intentaba mirarlo a los ojos, pero ahí había solo oscuridad».
−Carlos, ¡Dejate de joder! −La mirada de Jorge, que hacía pocos minutos dejaba intuir un profundo descrédito por su interlocutor, se había transformado y ahora reflejaba una franca diversión por la credulidad de Carlos−. Se debe haber timbeado el caballo y se inventó esa historia para que tu vieja no lo matara.
En la televisión del bar empezaba la transmisión del partido contra Laferrere. El murmullo general se fue silenciando, lo que incomodó un poco a Jorge; hablar de fantasmas con Carlos en un sitio donde nadie reparaba en la conversación de ellos era un cosa, pero otra muy distinta era que su amigo continuara con esta charla cuando todos los hinchas del Porve podían escucharlos. Carlos seguía sumido en sus cavilaciones. Jorge dejó la foto sobre la mesa.
El mozo les trajo dos aperitivos y una compotera con aceitunas. Jorge acercó la bebida y alejó las aceitunas, dos años atrás el médico le había prohibido la sal. «Linda manera de entrar en los cuarenta años», pensó en aquella oportunidad. Carlos se mantenía mejor. Quizás los años que pasó en el campo le habían forjado un cuerpo más firme y fibroso, el cual conservó a pesar de haberse mudado a Buenos Aires a los trece años. En su pueblo no había un colegio secundario cercano, por lo que su madre lo envió a Lanús, donde vivía su hermana. Así, Carlos pasó los seis años siguientes estudiando en un colegio industrial y colaborando con su tía en la panadería. Pocos eran los amigos que aún mantenía de aquellos años, Jorge era uno de ellos.
Aún ofuscado por la credulidad de su amigo, Jorge giró su silla para quedar frente al televisor. De formación católica, aunque para nada practicante, su mente se encontraba preparada para aceptar la creencia de una vida después de la muerte, pero las historias de fantasmas solo las concebía como producto de la imaginación de un escritor o de la ignorancia de un crédulo.
Habían cosechado una amistad, pese a sus diferentes orígenes, en base a la cotidianeidad. El padre de Jorge tenía la escribanía en los altos de un viejo edificio en la estación Lanús. El local de la planta baja lo ocupaba una pequeña panadería, que atendía la tía de Carlos. Como ambos asistían al mismo curso, solían reunirse a estudiar y a dibujar los interminables planos con las Rotring que el escribano Antúnez Vega le regalara a su hijo en la Navidad del año 1982. Todo un mundo de diferencias socio-culturales los separaban, pero innumerables noches de trabajos prácticos, salidas grupales y gritos de goles en los tablones de las tribunas del Porve hacían que, pese a todo, siguieran siendo grandes amigos.
−No, Jorge, vos no creés porque todavía no viste nada, pero yo sé lo que vi y te digo que era el gordo Raimundo, estaba igualito que hace veinte años. −Gruesas gotas de sudor comenzaban a deslizarse por las sienes de Carlos.−. Nosotros nos portamos muy mal con él, creo que quiere que le pidamos perdón, no sé, o quizás... −El silencio hizo que Jorge quitara la mirada de la pantalla fijándola en Carlos. Pudo observar como su boca temblorosa moldeaba lentamente una palabra que trabajosamente dejó oír−: Venganza.
Todo el bar estalló en un grito: «GOOOOL». Jorge profirió un gran insulto por haberse perdido el gol, lo cual suscitó un ligero desconcierto entre los otros hinchas del Porve. Si no hubieran sido probados fanáticos del club, quizás habrían enfrentado serios problemas, pero sabiéndolos fieles seguidores del equipo, el resto de los asistentes del bar debieron pensar que se trataba de alguna apuesta perdida por el ofuscado señor que siempre tenía un fernet en la mano.
−Carlos, ¿vos me estas jodiendo? −La voz de Jorge era solemne y su mirada estaba inyectada en sangre, más producto de la furia por haber sacado la mirada de la pantalla que por las dudas que angustiaban a su amigo−. El gordo Raimundo se murió en un accidente. ¡Hacía más de dos años que no teníamos noticias de él, y lo peor que le dijimos fue que tenía las tetas más grandes que la hermana! ¿De qué venganza me hablás?
Los ocupantes de las mesas cercanas miraban a Jorge, que elevaba la voz y no dejaba escuchar al relator del partido. Aunque incómodos por la situación de tener dos eventos simultáneos entre los que repartir su atención, ninguno se atrevió a pedirle que se callara; parecía demasiado ofuscado para aceptar sugerencias acerca del comportamiento que debía tenerse en la mesa de un bar y, por otro lado, el partido se había tornado aburrido desde que el equipo visitante atrasara la defensa para sostener la pequeña diferencia obtenida.
−Es cierto, eran jodas de chicos. −Los hombros de Carlos se relajaron y su mirada se posó en la foto con una sonrisa−. Aparte, su aspecto no era el de un fantasma vengativo y torturado, sino te diría más bien que era el de un amigo que no te ve desde hace mucho tiempo. Como la cara que tenía el Colorado Alderete cuando lo fuimos a visitar a Rawson..., cara de bienvenida, no sé. −La palabra «bienvenida» quedó repicando en la mente de ambos amigos. La mirada nuevamente angustiada de Carlos se cruzó con la de su compañero, reprobadora y hastiada de interrupciones a lo que tendría que haber sido un clásico sábado futbolero.
−Carlos, no empieces... −Las palabras las dijo en un tono más grave que el habitual, con la cabeza ligeramente inclinada. Los labios apretados y la mirada fija le daban a Jorge un aspecto de fiereza que no motivaba a seguir insistiendo con el tema.
«GOOOOL», gritaron todos los asistentes en conjunto. Fue un contragolpe. Ahora el local tenía que revertir un resultado muy desfavorable. Nuevamente Jorge se había perdido la jugada.
−Me voy a mirar el segundo tiempo a mi casa −continuó Jorge con un tono que reprimía una furia pocas veces vista en su temperamento−, parece que acá no se puede estar tranquilo ni siquiera por noventa minutos.
Apuró el último sorbo de fernet y buscó al mozo con la mirada. Renato era casi parte del mobiliario del bar, había empezado a trabajar allí a los catorce años y ya pisaba los sesenta. Estando mas atento al movimiento de las mesas que al partido, desde una banqueta alta situada junto a la maquina de expresos, interceptó la mirada de Jorge y asintió con la cabeza. A paso lento se acercó a la mesa trayendo la botella del aperitivo en una mano y un pequeño sifón de vidrio en la otra. Cuando estaba a un metro de la mesa, Jorge lo interrumpió diciendo:
−No. Me voy a ver el resto del partido a casa. Cobrame lo mío, por favor. −Poniéndose de pie, comenzó a hurgar en los bolsillos buscando cambio.
−Ya está pago. −Renato giró señalando la mesa que se encontraba al fondo, junto a la puerta del depósito, y se quedó un segundo en silencio, extrañado por la ausencia del cliente− ¡Qué raro! No lo vi irse. −Ciertamente, era raro, años de oficio convirtieron a Renato en un hombre atento a todo lo que pasaba en cada mesa. Jamás le habían hecho un paga Dios ni un cuento del tío.− El pibe pagó su gaseosa y me pidió que le cobrara los fernet de esta mesa −mientras hablaba, retiró la compotera con carozos. Al notar la foto, se inclinó hacia la mesa y, no pudiendo señalar por tener las manos ocupadas, levantó la barbilla apuntando a la vieja fotografía al tiempo que exclamaba curioso−. ¡Ahí lo tenés! Ese es el pibe.
La mirada de Carlos volvió al horror, mientras Jorge, con semblante vencido, se dejaba caer en la silla y, lentamente, acercó el vaso hacia Renato para que lo volviera a llenar.

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