Viento
del sur
Un
fuerte ruido despertó al joven durante la noche. Su bolso había
caído desparramando el contenido por todo el camarote. Era su
primera noche a bordo y la culminación de su primer día de trabajo.
Corrió el pesado cobertor que cubría su cuerpo y se sentó en la
cucheta. Sintió náuseas al levantarse. Un desodorante rodaba por el
piso del pequeño cuarto de un lado al otro como un animal encerrado
en una jaula. Al parecer, estaban en una tormenta. Fue recogiendo una
a una las prendas esparcidas. Un fuerte movimiento del barco lo
arrojó contra la mesa adosada a la pared, la colisión arrancó un
ahogado quejido de su garganta.
Tras
asegurar la puerta del casillero en el que guardaba sus pertenencias,
Sergio se dirigió hacia la mesa y la plegó para evitar un nuevo
accidente. Escuchó pasos apresurados por el pasillo y voces que iban
y venían de la sala de máquinas. Meditó unos segundos para decidir
si cambiarse y salir a ayudar o si procurar dormir nuevamente. Otro
movimiento lo impulsó contra la mesa que, por suerte, había tenido
la precaución de retraer. No iba a ser fácil conciliar el sueño,
por lo que optó brindar apoyo a sus compañeros en lo que fuera que
estuvieran haciendo.
Con
la dificultad que podía representar cambiarse en una superficie que
se movía al ritmo de una tormenta marina, logró ponerse el pantalón
y las botas, tan solo unos pocos minutos después se arrepentiría de
no haber tomado un impermeable. Una pequeña ola recorría una y otra
vez el pasillo. Sergio fue hacia la escalera que subía a cubierta.
Su cargo era el de ayudante de máquinas, no obstante no pensó en
eso mientras ascendía por los peldaños, alejándose del lugar donde
podría resultar de alguna utilidad.
Era
una noche cerrada, unos pocos focos iluminaban las áreas operativas
de la proa. Los relámpagos partían el cielo dejando ver grandes
nubarrones grises de aspecto amenazador. Primera tormenta en alta mar
del joven ayudante. Una ráfaga fría golpeó su rostro. Tres
compañeros luchaban en el castillo de proa por retener una de red
que, desenganchada por el viento, pujaba por dejar el barco. Decidió
colaborar con ellos.
Poseidón
estaba de mal humor esa noche. Sergio no llegó a caminar un metro
sobre cubierta cuando una ola lo derribó golpeándolo contra una de
las jarcias de amarre. Atontado, intentó llegar hasta sus
compañeros, que, ocupados en retener los elementos que el mar
intentaba robarles, ignoraban por completo su presencia. El
ensordecedor siseo del viento no permitía oír los gritos sobre
cubierta. Bajo sus pies, el mar se empeñaba en convertir el barco en
una pieza de chatarra oxidada en viaje directo al fondo del océano.
A paso lento, el joven fue acercándose al más alto de los
marineros. Su rumbo era modificado por los caprichos del clima.
Estando a tan solo cuatro pasos de tomar la red, pudo ver un reflejo
en la oscuridad de la noche: situado a ocho metros de altura, un
horizonte de espuma blanca se aproximaba a toda velocidad. Tras unos
segundos de parálisis, su cuerpo se preparó para el impacto. Un
grito brotó de su garganta advirtiendoles el peligro, el viento ganó
ahogando su voz. Los marineros continuaban luchando con las cuerdas.
La ola arrasó la cubierta.
Sus
manos intentaron sin éxito aferrarse a cualquier objeto, pudo sentir
el agua invadiendo sus vías respiratorias. El tiempo parecía
perpetuarse en el frenético paso del líquido. Giró, arrastrado por
la fuerza del mar, sobre la cubierta. Toda su atención estaba
abocada a retener el irrefrenable reflejo de la tos y a buscar asirse
de algo. Sus dedos, como garras, se colaron de una de las rejillas
que cubrían las chimeneas de la cocina. Resistió el forcejeo de la
corriente una eternidad que duró unos pocos segundos. Sintió
nuevamente aire en el rostro, abrió los ojos, ahora podía toser y
así lo hizo. Se dejó caer, o quizás no tuvo más remedio, su
cuerpo reclamaba las energías consumidas en los últimos segundos.
Volvió
a reencontrarse con la cubierta, con la desolación y la desesperanza
de saberse sobre una cáscara de nuez a la deriva en el caprichoso
destino que el mar le deparaba. Comenzaron a dolerle los dedos,
todavía aferraban la reja; la
respiración
retomaba su ritmo. No había red ni marineros que lucharan por
retenerla. Sergio se incorporó y miro hacia la oscuridad del océano.
Corrió
hacia babor con paso errático. Nadie a la vista. La red también
había desaparecido. Su garganta explotó: «Hombre al agua». El
grito se perdió en el viento, en el ruido del mar, en la inmensa
noche. Se sintió solo, se supo pequeño. «Hombre al agua», su voz
pugnaba contra las aguas embravecidas. Bajo la ropa mojada, su cuerpo
tiritaba de frío.
Pensó
en buscar ayuda y se dirigió hacia el puente de mando. Tan solo a
dos pasos de la puerta algo lo hizo detenerse. Un murmullo constante
invadía sus oídos, lo sintió acercarse adquiriendo el volumen
amenazador de un gran rugido. Como obnubilado con un canto de
sirenas, su osamenta paralizada no respondía a sus órdenes. Giró
la cabeza hacia el ensordecedor sonido. Los reflejos de un rayo
iluminaron una pared de agua. Comprendió el error de su detención.
Sus piernas, despertando del letargo, lo impulsaron al interior de la
embarcación. La masa líquida fue más veloz. Esta vez no hubo
garras. No había fuerza humana que lo pudiera retener. No hubo
gritos.
No
hubo funeral.
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