jueves, 29 de diciembre de 2011

Una Tormenta


Viento del sur

Un fuerte ruido despertó al joven durante la noche. Su bolso había caído desparramando el contenido por todo el camarote. Era su primera noche a bordo y la culminación de su primer día de trabajo. Corrió el pesado cobertor que cubría su cuerpo y se sentó en la cucheta. Sintió náuseas al levantarse. Un desodorante rodaba por el piso del pequeño cuarto de un lado al otro como un animal encerrado en una jaula. Al parecer, estaban en una tormenta. Fue recogiendo una a una las prendas esparcidas. Un fuerte movimiento del barco lo arrojó contra la mesa adosada a la pared, la colisión arrancó un ahogado quejido de su garganta.
Tras asegurar la puerta del casillero en el que guardaba sus pertenencias, Sergio se dirigió hacia la mesa y la plegó para evitar un nuevo accidente. Escuchó pasos apresurados por el pasillo y voces que iban y venían de la sala de máquinas. Meditó unos segundos para decidir si cambiarse y salir a ayudar o si procurar dormir nuevamente. Otro movimiento lo impulsó contra la mesa que, por suerte, había tenido la precaución de retraer. No iba a ser fácil conciliar el sueño, por lo que optó brindar apoyo a sus compañeros en lo que fuera que estuvieran haciendo.
Con la dificultad que podía representar cambiarse en una superficie que se movía al ritmo de una tormenta marina, logró ponerse el pantalón y las botas, tan solo unos pocos minutos después se arrepentiría de no haber tomado un impermeable. Una pequeña ola recorría una y otra vez el pasillo. Sergio fue hacia la escalera que subía a cubierta. Su cargo era el de ayudante de máquinas, no obstante no pensó en eso mientras ascendía por los peldaños, alejándose del lugar donde podría resultar de alguna utilidad.
Era una noche cerrada, unos pocos focos iluminaban las áreas operativas de la proa. Los relámpagos partían el cielo dejando ver grandes nubarrones grises de aspecto amenazador. Primera tormenta en alta mar del joven ayudante. Una ráfaga fría golpeó su rostro. Tres compañeros luchaban en el castillo de proa por retener una de red que, desenganchada por el viento, pujaba por dejar el barco. Decidió colaborar con ellos.
Poseidón estaba de mal humor esa noche. Sergio no llegó a caminar un metro sobre cubierta cuando una ola lo derribó golpeándolo contra una de las jarcias de amarre. Atontado, intentó llegar hasta sus compañeros, que, ocupados en retener los elementos que el mar intentaba robarles, ignoraban por completo su presencia. El ensordecedor siseo del viento no permitía oír los gritos sobre cubierta. Bajo sus pies, el mar se empeñaba en convertir el barco en una pieza de chatarra oxidada en viaje directo al fondo del océano. A paso lento, el joven fue acercándose al más alto de los marineros. Su rumbo era modificado por los caprichos del clima. Estando a tan solo cuatro pasos de tomar la red, pudo ver un reflejo en la oscuridad de la noche: situado a ocho metros de altura, un horizonte de espuma blanca se aproximaba a toda velocidad. Tras unos segundos de parálisis, su cuerpo se preparó para el impacto. Un grito brotó de su garganta advirtiendoles el peligro, el viento ganó ahogando su voz. Los marineros continuaban luchando con las cuerdas. La ola arrasó la cubierta.
Sus manos intentaron sin éxito aferrarse a cualquier objeto, pudo sentir el agua invadiendo sus vías respiratorias. El tiempo parecía perpetuarse en el frenético paso del líquido. Giró, arrastrado por la fuerza del mar, sobre la cubierta. Toda su atención estaba abocada a retener el irrefrenable reflejo de la tos y a buscar asirse de algo. Sus dedos, como garras, se colaron de una de las rejillas que cubrían las chimeneas de la cocina. Resistió el forcejeo de la corriente una eternidad que duró unos pocos segundos. Sintió nuevamente aire en el rostro, abrió los ojos, ahora podía toser y así lo hizo. Se dejó caer, o quizás no tuvo más remedio, su cuerpo reclamaba las energías consumidas en los últimos segundos.
Volvió a reencontrarse con la cubierta, con la desolación y la desesperanza de saberse sobre una cáscara de nuez a la deriva en el caprichoso destino que el mar le deparaba. Comenzaron a dolerle los dedos, todavía aferraban la reja; la respiración retomaba su ritmo. No había red ni marineros que lucharan por retenerla. Sergio se incorporó y miro hacia la oscuridad del océano.
Corrió hacia babor con paso errático. Nadie a la vista. La red también había desaparecido. Su garganta explotó: «Hombre al agua». El grito se perdió en el viento, en el ruido del mar, en la inmensa noche. Se sintió solo, se supo pequeño. «Hombre al agua», su voz pugnaba contra las aguas embravecidas. Bajo la ropa mojada, su cuerpo tiritaba de frío.
Pensó en buscar ayuda y se dirigió hacia el puente de mando. Tan solo a dos pasos de la puerta algo lo hizo detenerse. Un murmullo constante invadía sus oídos, lo sintió acercarse adquiriendo el volumen amenazador de un gran rugido. Como obnubilado con un canto de sirenas, su osamenta paralizada no respondía a sus órdenes. Giró la cabeza hacia el ensordecedor sonido. Los reflejos de un rayo iluminaron una pared de agua. Comprendió el error de su detención. Sus piernas, despertando del letargo, lo impulsaron al interior de la embarcación. La masa líquida fue más veloz. Esta vez no hubo garras. No había fuerza humana que lo pudiera retener. No hubo gritos.
No hubo funeral.

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