Como pájaros volando
Como todos domingos, Edgardo inició los preparativos del asado a las diez en punto. Hoy está particularmente molesto porque en la verdulería no le reservaron las dos bolsas de leña de quebracho que, domingo a domingo, compra desde hace cuatro años. Resignado, intenta encender el carbón al tiempo que conmemora a la madre del verdulero, a la abuela y a toda la parentela. Su mujer desgrasa el vacío en la cocina. Julián llegará a la una, pese a que su madre le pide, domingo a domingo, que acuda a las doce.
Las cosas no están saliendo bien para Edgardo. La bolsa de carbón parece haber pasado varias temporadas bajo la lluvia, y, de no lograr un fuego decente en los próximos diez minutos, nuestro ilustre asador deberá recurrir a la deshonrosa asistencia de algún combustible etílico que subsane la catástrofe. Graciela, ajena a las perturbaciones de su marido, ubica las tiras de asado y vacío en una tabla de madera. Junto a ella, una cacerola con leche alberga los chichulines. Rebusca en el cajón de los cubiertos y toma un cuchillo, un afilador y un tenedor largo. Acompaña la carne un gran trozo de grasa separado especialmente para ser utilizado en la limpieza de la parrilla y, quizás sin buen tino, la mujer hace un inocente comentario al llegar junto a su marido: «¿Todavía no encendiste el fuego?». Edgardo no la mira ni hace acotación alguna.
El alcohol mejoró la combustión del carbón. Ya podemos ver a Edgardo limpiando la parrilla. Graciela se acerca nuevamente, esta vez con una fuente con chorizos y mollejas.
—Llamalo a Julián para ver por dónde anda —dice el hombre de manera autoritaria.
Su esposa lo conoce bien, intuye que algo en la preparación del asado no está saliendo como debería. Entra a la casa, pero decide no llamar a su hijo. «Siempre viene más tarde», piensa. Comienza a pelar las papas para freírlas. Rememora la jornada en que tuvo la maravillosa idea de preparar una fuente de papas fritas para acompañar el asado dominical, jamás se le ocurrió pensar que esa costumbre quedaría instituida. Maldice para sí mientras corta el último bastón. El aceite está caliente. Graciela arroja un bastón para comprobar la temperatura. Las burbujas envuelven la pequeña pieza vegetal mientras una fuente entera de bastones se une a la solitaria condenada.
Julián puede ver el humo elevándose sobre el tejado,; al tiempo que cruza la calle rumbo a la puerta, retira un llavero del bolsillo más pequeño del jean. Todavía no repara en que, al no vivir en la casa de sus padres, correspondería tocar el timbre en lugar de irrumpir en la vivienda como hace. Arroja una raída campera de cuero sobre el sillón del living y se dirige a la cocina.
—¿Qué hacés, vieja? —Lo dice a modo de saludo sin esperar respuesta, pues claramente puede ver cómo Graciela está retirando una tanda de papas de la sartén para arrojarlas en una asadera cubierta de papel absorbente. —Ummm…, qué buena pinta tienen esa papas.
—Ni se te ocurra tocar una porque te vas a quemar. —La madre se voltea para saludarlo, limpia sus manos en el delantal y atrapa a su hijo en un abrazo que él aprovecha para estirar la mano y robar un bastón de la asadera.
—¿Papá está en el fondo?
—Sí. Tomá. Llevale algo para que se refresque. —Graciela mezcla en un vaso un poco de Gancia y soda.
Julían tiene 23 años. Hace un año decidió alquilar junto con un amigo un departamento en Palermo, la principal razón fue lograr algo de libertad, no obstante, las excusas fueron la cercanía a la facultad y la disponibilidad de transportes a cualquier hora del día. Edgardo es consciente que cualquier otro domingo, a esta misma hora, los chorizos ya podrían ser deleitados en un sabroso y crujiente pan. Hoy no es así.
—¿Qué haces, pa? —El benjamín de la familia se acerca a la parrilla y, sin notarlo, frunce el entrecejo, algo en la rutina dominical no está bien—. ¡Uh, todavía estamos en veremos!
—Andá. Ayudá a tu mamá a poner la mesa. —Edgardo no está de humor para comentarios.
Por suerte, un pequeño trozo de morcilla fría, un pan y una amena charla con su madre permitieron que los treinta minutos que tardó la comida en llegar a la mesa pasaran inadvertidos. Edgardo se sienta en la cabecera de la mesa. La familia inspecciona la bandeja seleccionando las más suculentas piezas. Antes de dar el primer bocado, el padre se sirve un poco de vino tinto, cuando el vaso está a escasos centímetros de sus labios, es interrumpido:
—¡Pará, pará! No tomés todavía. Tengo una noticia —dice Julián.
—Mirá, si me vas a hacer abuela, por lo menos, presentame a mi futura nuera.
—¡Ja, ja! Noooo… No te preocupes que todavía falta mucho para eso. —Un repentino calor invade el rostro del joven.
—A ver…, contá, qué pasa. —Edgardo no está para vueltas, todavía arrastra el mal humor de los conflictos del asado.
—Ayer fui a buscar el pasaporte italiano. ¡Ya tengo la doble ciudadanía! —El joven deja caer la noticia y evalúa la reacción de sus padres, quienes comprenden instantáneamente el significado.
El silencio se apodera del almuerzo. Julián sabe que la noticia los desmoronó como una bomba. Sus ojos alternan entre la mirada de su padre y de su madre, una seria, la otra comienza a llenarse de lágrimas. Graciela baja la vista y se reacomoda en su asiento.
—Gracias por avisarnos de tus planes. —La voz de la mujer tiene un tono ligeramente sarcástico—. También nos podías mandar una postal desde Roma para notificarnos… No sé para qué te molestaste en venir.
Edgardo la mira fijo y serio, no comparte la manera de tratar el asunto de su cónyuge, pero no encuentra las palabras que verbalicen lo que siente en ese momento. Julián todavía conserva la copa en alto.
—¡Ay, mamá! No seas melodramática. —La mano con la copa va descendiendo de manera lenta hasta apoyarse en la mesa. Julían siente bronca, pero no está en absoluto sorprendido, ha estado ensayando mentalmente decenas de maneras de comunicar la decisión, y, en todas ellas, sus padres reaccionaban de igual manera. —¡No te dije que voy a ir a la guerra! Te digo que voy a ir a Europa como los abuelos en algún momento vinieron a la Argentina.
—¡Ellos se escapaban de una guerra! —La garganta del padre halló palabras—. ¿Qué guerra tenés acá? ¿Qué mierda querés buscar allá? ¿Vos te creés que es fácil irse? —La cara de Edgardo estaba tomando un color sanguinolento.
—Pa, calmate. Pensá en los abuelos, ellos fueron en busca de otros horizontes, otros sueños.
—¿De qué sueños me hablás? —Edgardo inclina su cuerpo hacia adelante como una fiera a punto de saltar sobre su presa—. ¿Vos sabés algo de historia? ¡Hambre tenían! ¿De qué «nuevos horizontes» hablás? Tu abuelo tenía hambre, en Europa había hambre. ¿Entendés? H-A-M-B-R-E.
Los ojos de Graciela están tornándose cada vez más brillosos, una lágrima se desliza por la mejilla. Los planes de Julián se están complicando, todavía no llegó a la segunda etapa de la conversación en la que debería plantear la posibilidad de un préstamo de sus progenitores. Él no cree factible que hoy pueda llegarse a tanto y consideraría un triunfo si el almuerzo llegara a su fin con todos los integrantes en la mesa.
—La verdad es que pensé que me iban a apoyar —dijo el joven en el intento de colocar a sus padres en el lugar de victimarios—, al fin y al cabo, fueron ustedes los que me criaron para ser independiente.
Un repentino cambio en la postura de Graciela, ahora más erguida y, hasta podría decirse, orgullosa, hizo que en la mente de su hijo se produjera un grito: «¡Eureka!». El joven arremete nuevamente con la misma estrategia.
—Yo sé que tienen miedo que pase penurias como las que vivieron los abuelos, pero piensen que no estoy en las mismas condiciones. Ustedes me dieron una excelente educación. —Julián tiene especial cuidado en el tono con que utiliza en el pronombre personal—. Tengo casi terminada la carrera.
Las últimas palabras fueron un desacierto, Edgardo vuelve a arremeter con furia:
—¿Vos te pensás ir antes de recibirte? ¿Qué bicho te picó? —Las manos del padre acompañan cada una de las palabras con gestos enfáticos.
—Juli, si te vas sin terminar la carrera, no vas a tener tiempo de estudiar. Incluso, aunque viajes con el título, a veces necesitas reválidas. —La madre habla en tono reflexivo, parecería que está evaluando los pros y los contras de la decisión.
—Averigüé en mi facultad, puedo ir como estudiante de intercambio y presentar la tesis allá, incluso tienen pasantías rentadas. —Julián siente que acaba de gritar: «quiero vale cuatro» con el as de espadas en la mano.
Edgardo está sin palabras; su esposa, reflexiva. La bandeja de las papas fritas todavía está repleta. El hijo piensa que lo mejor es continuar con la rutina del almuerzo y le pide a su madre que se la alcance. Ella está ensimismada en sus cavilaciones. Ambos caballeros asumen que sus pensamientos se refieren a cómo vivir sin la cercanía de su único hijo; mas en sus meditaciones, en este momento, ensaya el modo de comunicar la nueva a sus amigas de la infancia sin denotar demasiado orgullo ni falsa modestia. Julián extiende su mano y toma la fuente.
—Vos sabés como sigue la cosa, ¿no? —Edgardo lo mira por encima del marco de los lentes, Julián piensa que el padre está anticipándose a la segunda etapa y se remueve incómodo en su silla—. Acá no tenés novia. Y si te vas y empezás una nueva vida…, ¿vas a volver? Porque dudo mucho que justo consigas una chica argentina.
El comentario de su marido arranca a Graciela de sus cavilaciones, su hijo está inmóvil, en su mente repasa las decenas de ensayos previos a esta charla y no encuentra respuesta, su padre acaba de evidenciar una consecuencia prácticamente inevitable del proyecto. No puede comprender cómo un punto tan sensible pudo haber escapado de los cientos de posibilidades que había evaluado. Un balde de agua helada en pleno invierno.
—Ay, pa… No te maquines más. Seguramente haga una diferencia como para comprarme una casa y me vuelva —dice sin mirar a los ojos a su interlocutor, mientras tanto, las mejillas de su madre son nuevamente surcadas por dos caminos de lágrimas.
Edgardo lo mira serio, resignado, convencido de lo ineludible del vaticinio.
Julián resuelve postergar para otra reunión el abordaje de la segunda etapa.