jueves, 29 de diciembre de 2011

Una de fantasmas...


Una bienvenida

−Jorge, lo vi. Te digo que lo vi −Carlos hablaba apresuradamente, sus manos aferraban la mesa del viejo bar de Sarmiento y Gral. Rodríguez, donde, sábado por medio, se reunían para ver los partidos en los que El Provenir jugaba de visitante.
Jorge miraba la vieja foto que su amigo había estado buscando por horas. En ella, sonreían ambos amigos junto a un tercero, por demás corpulento, frente a un antiquísimo Chevrolet modelo 1942.
−Habrás visto una sombra..., o quizás te quedaste dormido y confundiste el sueño con la realidad, yo que sé... −Jorge lo miraba aprensivo, no podía entender que un hombre adulto fuera capaz de venir con un planteo semejante.
−Jorge, yo sé lo que vi. En el campo solía escuchar esas historias. −Carlos se incorporó en su asiento y elevó la mirada como quien busca evocar un momento de la infancia−. Recuerdo una noche en que vi llegar a mi papá con el rostro pálido como la luna. Yo tendría unos seis o siete años y te aseguro que nunca me pude olvidar de su mirada. −Sus ojos se humedecieron de repente−. Él no me dijo nada, pero yo pude escuchar lo que esa noche, ya encerrados en su habitación, le contó a mi mamá −Después de una breve pausa, en la que ordenó mentalmente el relato, continuó−: Estaba regresando del tambo de los Bermúdez y el caballo se empacó, era un animal noble, así que mi papá se bajó de la montura sospechando que alguna rienda lo estaría incomodando, pero no encontró ninguna fuera de su lugar ni ajustada en demasía, también revisó las herraduras y tampoco halló nada extraño en ellas. Los animales perciben cosas invisibles para nosotros, en especial cuando se trata de peligros, así que mi padre avanzó a pie por el camino unos cinco metros, con la mirada en el piso buscando alguna culebra o cualquier indicio de algo que pudiera estar asustando al animal. No encontró nada. Lentamente, y aún con la mirada en el piso, giró regresando sobre sus pasos, cuando se encontraba a unos cuatro pasos del animal, levantó la mirada y vio a un hombre sentado sobre la montura. −El terror que le provocaba rememorar esa historia se reflejaba en el rostro curtido de Carlos−. El susto lo ayudó a correr las dos leguas que separaban el cruce de caminos con el rancho donde vivíamos. Recuerdo que mi padre repetía una y otra vez lo mismo: «Intentaba mirarlo a los ojos, pero ahí había solo oscuridad».
−Carlos, ¡Dejate de joder! −La mirada de Jorge, que hacía pocos minutos dejaba intuir un profundo descrédito por su interlocutor, se había transformado y ahora reflejaba una franca diversión por la credulidad de Carlos−. Se debe haber timbeado el caballo y se inventó esa historia para que tu vieja no lo matara.
En la televisión del bar empezaba la transmisión del partido contra Laferrere. El murmullo general se fue silenciando, lo que incomodó un poco a Jorge; hablar de fantasmas con Carlos en un sitio donde nadie reparaba en la conversación de ellos era un cosa, pero otra muy distinta era que su amigo continuara con esta charla cuando todos los hinchas del Porve podían escucharlos. Carlos seguía sumido en sus cavilaciones. Jorge dejó la foto sobre la mesa.
El mozo les trajo dos aperitivos y una compotera con aceitunas. Jorge acercó la bebida y alejó las aceitunas, dos años atrás el médico le había prohibido la sal. «Linda manera de entrar en los cuarenta años», pensó en aquella oportunidad. Carlos se mantenía mejor. Quizás los años que pasó en el campo le habían forjado un cuerpo más firme y fibroso, el cual conservó a pesar de haberse mudado a Buenos Aires a los trece años. En su pueblo no había un colegio secundario cercano, por lo que su madre lo envió a Lanús, donde vivía su hermana. Así, Carlos pasó los seis años siguientes estudiando en un colegio industrial y colaborando con su tía en la panadería. Pocos eran los amigos que aún mantenía de aquellos años, Jorge era uno de ellos.
Aún ofuscado por la credulidad de su amigo, Jorge giró su silla para quedar frente al televisor. De formación católica, aunque para nada practicante, su mente se encontraba preparada para aceptar la creencia de una vida después de la muerte, pero las historias de fantasmas solo las concebía como producto de la imaginación de un escritor o de la ignorancia de un crédulo.
Habían cosechado una amistad, pese a sus diferentes orígenes, en base a la cotidianeidad. El padre de Jorge tenía la escribanía en los altos de un viejo edificio en la estación Lanús. El local de la planta baja lo ocupaba una pequeña panadería, que atendía la tía de Carlos. Como ambos asistían al mismo curso, solían reunirse a estudiar y a dibujar los interminables planos con las Rotring que el escribano Antúnez Vega le regalara a su hijo en la Navidad del año 1982. Todo un mundo de diferencias socio-culturales los separaban, pero innumerables noches de trabajos prácticos, salidas grupales y gritos de goles en los tablones de las tribunas del Porve hacían que, pese a todo, siguieran siendo grandes amigos.
−No, Jorge, vos no creés porque todavía no viste nada, pero yo sé lo que vi y te digo que era el gordo Raimundo, estaba igualito que hace veinte años. −Gruesas gotas de sudor comenzaban a deslizarse por las sienes de Carlos.−. Nosotros nos portamos muy mal con él, creo que quiere que le pidamos perdón, no sé, o quizás... −El silencio hizo que Jorge quitara la mirada de la pantalla fijándola en Carlos. Pudo observar como su boca temblorosa moldeaba lentamente una palabra que trabajosamente dejó oír−: Venganza.
Todo el bar estalló en un grito: «GOOOOL». Jorge profirió un gran insulto por haberse perdido el gol, lo cual suscitó un ligero desconcierto entre los otros hinchas del Porve. Si no hubieran sido probados fanáticos del club, quizás habrían enfrentado serios problemas, pero sabiéndolos fieles seguidores del equipo, el resto de los asistentes del bar debieron pensar que se trataba de alguna apuesta perdida por el ofuscado señor que siempre tenía un fernet en la mano.
−Carlos, ¿vos me estas jodiendo? −La voz de Jorge era solemne y su mirada estaba inyectada en sangre, más producto de la furia por haber sacado la mirada de la pantalla que por las dudas que angustiaban a su amigo−. El gordo Raimundo se murió en un accidente. ¡Hacía más de dos años que no teníamos noticias de él, y lo peor que le dijimos fue que tenía las tetas más grandes que la hermana! ¿De qué venganza me hablás?
Los ocupantes de las mesas cercanas miraban a Jorge, que elevaba la voz y no dejaba escuchar al relator del partido. Aunque incómodos por la situación de tener dos eventos simultáneos entre los que repartir su atención, ninguno se atrevió a pedirle que se callara; parecía demasiado ofuscado para aceptar sugerencias acerca del comportamiento que debía tenerse en la mesa de un bar y, por otro lado, el partido se había tornado aburrido desde que el equipo visitante atrasara la defensa para sostener la pequeña diferencia obtenida.
−Es cierto, eran jodas de chicos. −Los hombros de Carlos se relajaron y su mirada se posó en la foto con una sonrisa−. Aparte, su aspecto no era el de un fantasma vengativo y torturado, sino te diría más bien que era el de un amigo que no te ve desde hace mucho tiempo. Como la cara que tenía el Colorado Alderete cuando lo fuimos a visitar a Rawson..., cara de bienvenida, no sé. −La palabra «bienvenida» quedó repicando en la mente de ambos amigos. La mirada nuevamente angustiada de Carlos se cruzó con la de su compañero, reprobadora y hastiada de interrupciones a lo que tendría que haber sido un clásico sábado futbolero.
−Carlos, no empieces... −Las palabras las dijo en un tono más grave que el habitual, con la cabeza ligeramente inclinada. Los labios apretados y la mirada fija le daban a Jorge un aspecto de fiereza que no motivaba a seguir insistiendo con el tema.
«GOOOOL», gritaron todos los asistentes en conjunto. Fue un contragolpe. Ahora el local tenía que revertir un resultado muy desfavorable. Nuevamente Jorge se había perdido la jugada.
−Me voy a mirar el segundo tiempo a mi casa −continuó Jorge con un tono que reprimía una furia pocas veces vista en su temperamento−, parece que acá no se puede estar tranquilo ni siquiera por noventa minutos.
Apuró el último sorbo de fernet y buscó al mozo con la mirada. Renato era casi parte del mobiliario del bar, había empezado a trabajar allí a los catorce años y ya pisaba los sesenta. Estando mas atento al movimiento de las mesas que al partido, desde una banqueta alta situada junto a la maquina de expresos, interceptó la mirada de Jorge y asintió con la cabeza. A paso lento se acercó a la mesa trayendo la botella del aperitivo en una mano y un pequeño sifón de vidrio en la otra. Cuando estaba a un metro de la mesa, Jorge lo interrumpió diciendo:
−No. Me voy a ver el resto del partido a casa. Cobrame lo mío, por favor. −Poniéndose de pie, comenzó a hurgar en los bolsillos buscando cambio.
−Ya está pago. −Renato giró señalando la mesa que se encontraba al fondo, junto a la puerta del depósito, y se quedó un segundo en silencio, extrañado por la ausencia del cliente− ¡Qué raro! No lo vi irse. −Ciertamente, era raro, años de oficio convirtieron a Renato en un hombre atento a todo lo que pasaba en cada mesa. Jamás le habían hecho un paga Dios ni un cuento del tío.− El pibe pagó su gaseosa y me pidió que le cobrara los fernet de esta mesa −mientras hablaba, retiró la compotera con carozos. Al notar la foto, se inclinó hacia la mesa y, no pudiendo señalar por tener las manos ocupadas, levantó la barbilla apuntando a la vieja fotografía al tiempo que exclamaba curioso−. ¡Ahí lo tenés! Ese es el pibe.
La mirada de Carlos volvió al horror, mientras Jorge, con semblante vencido, se dejaba caer en la silla y, lentamente, acercó el vaso hacia Renato para que lo volviera a llenar.

Una Tormenta


Viento del sur

Un fuerte ruido despertó al joven durante la noche. Su bolso había caído desparramando el contenido por todo el camarote. Era su primera noche a bordo y la culminación de su primer día de trabajo. Corrió el pesado cobertor que cubría su cuerpo y se sentó en la cucheta. Sintió náuseas al levantarse. Un desodorante rodaba por el piso del pequeño cuarto de un lado al otro como un animal encerrado en una jaula. Al parecer, estaban en una tormenta. Fue recogiendo una a una las prendas esparcidas. Un fuerte movimiento del barco lo arrojó contra la mesa adosada a la pared, la colisión arrancó un ahogado quejido de su garganta.
Tras asegurar la puerta del casillero en el que guardaba sus pertenencias, Sergio se dirigió hacia la mesa y la plegó para evitar un nuevo accidente. Escuchó pasos apresurados por el pasillo y voces que iban y venían de la sala de máquinas. Meditó unos segundos para decidir si cambiarse y salir a ayudar o si procurar dormir nuevamente. Otro movimiento lo impulsó contra la mesa que, por suerte, había tenido la precaución de retraer. No iba a ser fácil conciliar el sueño, por lo que optó brindar apoyo a sus compañeros en lo que fuera que estuvieran haciendo.
Con la dificultad que podía representar cambiarse en una superficie que se movía al ritmo de una tormenta marina, logró ponerse el pantalón y las botas, tan solo unos pocos minutos después se arrepentiría de no haber tomado un impermeable. Una pequeña ola recorría una y otra vez el pasillo. Sergio fue hacia la escalera que subía a cubierta. Su cargo era el de ayudante de máquinas, no obstante no pensó en eso mientras ascendía por los peldaños, alejándose del lugar donde podría resultar de alguna utilidad.
Era una noche cerrada, unos pocos focos iluminaban las áreas operativas de la proa. Los relámpagos partían el cielo dejando ver grandes nubarrones grises de aspecto amenazador. Primera tormenta en alta mar del joven ayudante. Una ráfaga fría golpeó su rostro. Tres compañeros luchaban en el castillo de proa por retener una de red que, desenganchada por el viento, pujaba por dejar el barco. Decidió colaborar con ellos.
Poseidón estaba de mal humor esa noche. Sergio no llegó a caminar un metro sobre cubierta cuando una ola lo derribó golpeándolo contra una de las jarcias de amarre. Atontado, intentó llegar hasta sus compañeros, que, ocupados en retener los elementos que el mar intentaba robarles, ignoraban por completo su presencia. El ensordecedor siseo del viento no permitía oír los gritos sobre cubierta. Bajo sus pies, el mar se empeñaba en convertir el barco en una pieza de chatarra oxidada en viaje directo al fondo del océano. A paso lento, el joven fue acercándose al más alto de los marineros. Su rumbo era modificado por los caprichos del clima. Estando a tan solo cuatro pasos de tomar la red, pudo ver un reflejo en la oscuridad de la noche: situado a ocho metros de altura, un horizonte de espuma blanca se aproximaba a toda velocidad. Tras unos segundos de parálisis, su cuerpo se preparó para el impacto. Un grito brotó de su garganta advirtiendoles el peligro, el viento ganó ahogando su voz. Los marineros continuaban luchando con las cuerdas. La ola arrasó la cubierta.
Sus manos intentaron sin éxito aferrarse a cualquier objeto, pudo sentir el agua invadiendo sus vías respiratorias. El tiempo parecía perpetuarse en el frenético paso del líquido. Giró, arrastrado por la fuerza del mar, sobre la cubierta. Toda su atención estaba abocada a retener el irrefrenable reflejo de la tos y a buscar asirse de algo. Sus dedos, como garras, se colaron de una de las rejillas que cubrían las chimeneas de la cocina. Resistió el forcejeo de la corriente una eternidad que duró unos pocos segundos. Sintió nuevamente aire en el rostro, abrió los ojos, ahora podía toser y así lo hizo. Se dejó caer, o quizás no tuvo más remedio, su cuerpo reclamaba las energías consumidas en los últimos segundos.
Volvió a reencontrarse con la cubierta, con la desolación y la desesperanza de saberse sobre una cáscara de nuez a la deriva en el caprichoso destino que el mar le deparaba. Comenzaron a dolerle los dedos, todavía aferraban la reja; la respiración retomaba su ritmo. No había red ni marineros que lucharan por retenerla. Sergio se incorporó y miro hacia la oscuridad del océano.
Corrió hacia babor con paso errático. Nadie a la vista. La red también había desaparecido. Su garganta explotó: «Hombre al agua». El grito se perdió en el viento, en el ruido del mar, en la inmensa noche. Se sintió solo, se supo pequeño. «Hombre al agua», su voz pugnaba contra las aguas embravecidas. Bajo la ropa mojada, su cuerpo tiritaba de frío.
Pensó en buscar ayuda y se dirigió hacia el puente de mando. Tan solo a dos pasos de la puerta algo lo hizo detenerse. Un murmullo constante invadía sus oídos, lo sintió acercarse adquiriendo el volumen amenazador de un gran rugido. Como obnubilado con un canto de sirenas, su osamenta paralizada no respondía a sus órdenes. Giró la cabeza hacia el ensordecedor sonido. Los reflejos de un rayo iluminaron una pared de agua. Comprendió el error de su detención. Sus piernas, despertando del letargo, lo impulsaron al interior de la embarcación. La masa líquida fue más veloz. Esta vez no hubo garras. No había fuerza humana que lo pudiera retener. No hubo gritos.
No hubo funeral.

martes, 27 de diciembre de 2011

Otro blog

Otro tipo de redacción

Camino de letras es un blog con trabajos recopilados del deambular por talleres literarios... pero no es mi único blog, en realidad todo empezó por uno netamente técnico:




Ejercicio de diálogos



Como pájaros volando

Como todos domingos, Edgardo inició los preparativos del asado a las diez en punto. Hoy está particularmente molesto porque en la verdulería no le reservaron las dos bolsas de leña de quebracho que, domingo a domingo, compra desde hace cuatro años. Resignado, intenta encender el carbón al tiempo que conmemora a la madre del verdulero, a la abuela y a toda la parentela. Su mujer desgrasa el vacío en la cocina. Julián llegará a la una, pese a que su madre le pide, domingo a domingo, que acuda a las doce.
Las cosas no están saliendo bien para Edgardo. La bolsa de carbón parece haber pasado varias temporadas bajo la lluvia, y, de no lograr un fuego decente en los próximos diez minutos, nuestro ilustre asador deberá recurrir a la deshonrosa asistencia de algún combustible etílico que subsane la catástrofe. Graciela, ajena a las perturbaciones de su marido, ubica las tiras de asado y vacío en una tabla de madera. Junto a ella, una cacerola con leche alberga los chichulines. Rebusca en el cajón de los cubiertos y toma un cuchillo, un afilador y un tenedor largo. Acompaña la carne un gran trozo de grasa separado especialmente para ser utilizado en la limpieza de la parrilla y, quizás sin buen tino, la mujer hace un inocente comentario al llegar junto a su marido: «¿Todavía no encendiste el fuego?». Edgardo no la mira ni hace acotación alguna.
El alcohol mejoró la combustión del carbón. Ya podemos ver a Edgardo limpiando la parrilla. Graciela se acerca nuevamente, esta vez con una fuente con chorizos y mollejas.
—Llamalo a Julián para ver por dónde anda —dice el hombre de manera autoritaria.
Su esposa lo conoce bien, intuye que algo en la preparación del asado no está saliendo como debería. Entra a la casa, pero decide no llamar a su hijo. «Siempre viene más tarde», piensa. Comienza a pelar las papas para freírlas. Rememora la jornada en que tuvo la maravillosa idea de preparar una fuente de papas fritas para acompañar el asado dominical, jamás se le ocurrió pensar que esa costumbre quedaría instituida. Maldice para sí mientras corta el último bastón. El aceite está caliente. Graciela arroja un bastón para comprobar la temperatura. Las burbujas envuelven la pequeña pieza vegetal mientras una fuente entera de bastones se une a la solitaria condenada.
Julián puede ver el humo elevándose sobre el tejado,; al tiempo que cruza la calle rumbo a la puerta, retira un llavero del bolsillo más pequeño del jean. Todavía no repara en que, al no vivir en la casa de sus padres, correspondería tocar el timbre en lugar de irrumpir en la vivienda como hace. Arroja una raída campera de cuero sobre el sillón del living y se dirige a la cocina.
—¿Qué hacés, vieja? —Lo dice a modo de saludo sin esperar respuesta, pues claramente puede ver cómo Graciela está retirando una tanda de papas de la sartén para arrojarlas en una asadera cubierta de papel absorbente. —Ummm…, qué buena pinta tienen esa papas.
—Ni se te ocurra tocar una porque te vas a quemar. —La madre se voltea para saludarlo, limpia sus manos en el delantal y atrapa a su hijo en un abrazo que él aprovecha para estirar la mano y robar un bastón de la asadera.
—¿Papá está en el fondo?
—Sí. Tomá. Llevale algo para que se refresque. —Graciela mezcla en un vaso un poco de Gancia y soda.
Julían tiene 23 años. Hace un año decidió alquilar junto con un amigo un departamento en Palermo, la principal razón fue lograr algo de libertad, no obstante, las excusas fueron la cercanía a la facultad y la disponibilidad de transportes a cualquier hora del día. Edgardo es consciente que cualquier otro domingo, a esta misma hora, los chorizos ya podrían ser deleitados en un sabroso y crujiente pan. Hoy no es así.
—¿Qué haces, pa? —El benjamín de la familia se acerca a la parrilla y, sin notarlo, frunce el entrecejo, algo en la rutina dominical no está bien—. ¡Uh, todavía estamos en veremos!
—Andá. Ayudá a tu mamá a poner la mesa. —Edgardo no está de humor para comentarios.
Por suerte, un pequeño trozo de morcilla fría, un pan y una amena charla con su madre permitieron que los treinta minutos que tardó la comida en llegar a la mesa pasaran inadvertidos. Edgardo se sienta en la cabecera de la mesa. La familia inspecciona la bandeja seleccionando las más suculentas piezas. Antes de dar el primer bocado, el padre se sirve un poco de vino tinto, cuando el vaso está a escasos centímetros de sus labios, es interrumpido:
—¡Pará, pará! No tomés todavía. Tengo una noticia —dice Julián.
—Mirá, si me vas a hacer abuela, por lo menos, presentame a mi futura nuera.
—¡Ja, ja! Noooo… No te preocupes que todavía falta mucho para eso. —Un repentino calor invade el rostro del joven.
—A ver…, contá, qué pasa. —Edgardo no está para vueltas, todavía arrastra el mal humor de los conflictos del asado.
—Ayer fui a buscar el pasaporte italiano. ¡Ya tengo la doble ciudadanía! —El joven deja caer la noticia y evalúa la reacción de sus padres, quienes comprenden instantáneamente el significado.
El silencio se apodera del almuerzo. Julián sabe que la noticia los desmoronó como una bomba. Sus ojos alternan entre la mirada de su padre y de su madre, una seria, la otra comienza a llenarse de lágrimas. Graciela baja la vista y se reacomoda en su asiento.
—Gracias por avisarnos de tus planes. —La voz de la mujer tiene un tono ligeramente sarcástico—. También nos podías mandar una postal desde Roma para notificarnos… No sé para qué te molestaste en venir.
Edgardo la mira fijo y serio, no comparte la manera de tratar el asunto de su cónyuge, pero no encuentra las palabras que verbalicen lo que siente en ese momento. Julián todavía conserva la copa en alto.
—¡Ay, mamá! No seas melodramática. —La mano con la copa va descendiendo de manera lenta hasta apoyarse en la mesa. Julían siente bronca, pero no está en absoluto sorprendido, ha estado ensayando mentalmente decenas de maneras de comunicar la decisión, y, en todas ellas, sus padres reaccionaban de igual manera. ¡No te dije que voy a ir a la guerra! Te digo que voy a ir a Europa como los abuelos en algún momento vinieron a la Argentina.
—¡Ellos se escapaban de una guerra! —La garganta del padre halló palabras—. ¿Qué guerra tenés acá? ¿Qué mierda querés buscar allá? ¿Vos te creés que es fácil irse? —La cara de Edgardo estaba tomando un color sanguinolento.
—Pa, calmate. Pensá en los abuelos, ellos fueron en busca de otros horizontes, otros sueños.
—¿De qué sueños me hablás? —Edgardo inclina su cuerpo hacia adelante como una fiera a punto de saltar sobre su presa—. ¿Vos sabés algo de historia? ¡Hambre tenían! ¿De qué «nuevos horizontes» hablás? Tu abuelo tenía hambre, en Europa había hambre. ¿Entendés? H-A-M-B-R-E.
Los ojos de Graciela están tornándose cada vez más brillosos, una lágrima se desliza por la mejilla. Los planes de Julián se están complicando, todavía no llegó a la segunda etapa de la conversación en la que debería plantear la posibilidad de un préstamo de sus progenitores. Él no cree factible que hoy pueda llegarse a tanto y consideraría un triunfo si el almuerzo llegara a su fin con todos los integrantes en la mesa.
—La verdad es que pensé que me iban a apoyar —dijo el joven en el intento de colocar a sus padres en el lugar de victimarios—, al fin y al cabo, fueron ustedes los que me criaron para ser independiente.
Un repentino cambio en la postura de Graciela, ahora más erguida y, hasta podría decirse, orgullosa, hizo que en la mente de su hijo se produjera un grito: «¡Eureka!». El joven arremete nuevamente con la misma estrategia.
—Yo sé que tienen miedo que pase penurias como las que vivieron los abuelos, pero piensen que no estoy en las mismas condiciones. Ustedes me dieron una excelente educación. —Julián tiene especial cuidado en el tono con que utiliza en el pronombre personal—. Tengo casi terminada la carrera.
Las últimas palabras fueron un desacierto, Edgardo vuelve a arremeter con furia:
—¿Vos te pensás ir antes de recibirte? ¿Qué bicho te picó? —Las manos del padre acompañan cada una de las palabras con gestos enfáticos.
—Juli, si te vas sin terminar la carrera, no vas a tener tiempo de estudiar. Incluso, aunque viajes con el título, a veces necesitas reválidas. —La madre habla en tono reflexivo, parecería que está evaluando los pros y los contras de la decisión.
—Averigüé en mi facultad, puedo ir como estudiante de intercambio y presentar la tesis allá, incluso tienen pasantías rentadas. —Julián siente que acaba de gritar: «quiero vale cuatro» con el as de espadas en la mano.
Edgardo está sin palabras; su esposa, reflexiva. La bandeja de las papas fritas todavía está repleta. El hijo piensa que lo mejor es continuar con la rutina del almuerzo y le pide a su madre que se la alcance. Ella está ensimismada en sus cavilaciones. Ambos caballeros asumen que sus pensamientos se refieren a cómo vivir sin la cercanía de su único hijo; mas en sus meditaciones, en este momento, ensaya el modo de comunicar la nueva a sus amigas de la infancia sin denotar demasiado orgullo ni falsa modestia. Julián extiende su mano y toma la fuente.
—Vos sabés como sigue la cosa, ¿no? —Edgardo lo mira por encima del marco de los lentes, Julián piensa que el padre está anticipándose a la segunda etapa y se remueve incómodo en su silla—. Acá no tenés novia. Y si te vas y empezás una nueva vida…, ¿vas a volver? Porque dudo mucho que justo consigas una chica argentina.
El comentario de su marido arranca a Graciela de sus cavilaciones, su hijo está inmóvil, en su mente repasa las decenas de ensayos previos a esta charla y no encuentra respuesta, su padre acaba de evidenciar una consecuencia prácticamente inevitable del proyecto. No puede comprender cómo un punto tan sensible pudo haber escapado de los cientos de posibilidades que había evaluado. Un balde de agua helada en pleno invierno.
—Ay, pa… No te maquines más. Seguramente haga una diferencia como para comprarme una casa y me vuelva —dice sin mirar a los ojos a su interlocutor, mientras tanto, las mejillas de su madre son nuevamente surcadas por dos caminos de lágrimas.
Edgardo lo mira serio, resignado, convencido de lo ineludible del vaticinio.
Julián resuelve postergar para otra reunión el abordaje de la segunda etapa.